Skip to content

Espantos

  • by

A este tal Pedro Villalobos, a quen Dios guarde por muchos años, lo conozco desde hace ya tanto tiempo que no podría precisar fecha, como tampoco podría decir desde cuándo se grabaron en mi mente la imagen de las dos torres drisas de la humildosa iglesia de mi pueblo con sus móviles guirnaldas de golondrinas, el armonioso tañido de las dos campanas, María del Pilar y Santiago, magnífica ofrenda de señor Ramón Andrade (aquel viejecito ricacho que usaba cahqueta de jerga gris con barbillas en el borde inferior, zapatos amarillos de remaches, banda de seda, de rojo vivo, en la cintura y sombrero de pita de ala tendida, y que iba a dos misas los domingos), los tonos esmeralda de la vecina montañuela, La Carpintera, y el cuchicheo perenne y sonriente del Tiribí en cuyos remansos y pasos -hay testimonios formales de más de un coterráneo, todos hombres de bien- se oyen a las tandas de la noche los ayes lastimeros de La Lloran, siempre errante…

A Pedro Villalobos se lo jirvieron las virgüelas cuando chiquillo, las condenadas le güequiaron todita la jícara; por lo demás, nunca ha padecido de nada, algunas calenturilla de la Línea, pero nada más. Ha sido un confisgao en cuestión de mujeres: ¿pues no ha gastado tres mujeres propias, fuera de los contrabandos? Hora no, porque ya viejo; le han valido mucho los secretos que sabe pa enamorar y pa evitar que le echen males: bebedizos, oraciones, polvos de cuyeo, ciertos güesos de lagartos, el unicornio que siempre cargaba encima y por el que tuvo que dar cincos pesos, todo lo que tenía, por cierto que no le quedó esa vez ni con qué comprar la carne, y etc. Como sirvió tantos años en la policía, se sabe los reglamentos de memoria, los jefes gustaban mucho de los cumplimientos que él hacía; pa todo se necesita gracia en la vida, no hay caso.

Ha oscurecido completamente. En el interior del patio de la iglesia vacilan en lo alto los focos diminutos de luz intermitente en las candelillas; se percibe el rumor cercano del Tiribí; los sapos cantan con ruido de guijarros que se agitan en el interior de calabazos vacíos. A la sombre protectora del higuerón que extiendo la bondad de sus ramas frente al viejo muro de calicanto, bajo y musgoso, que separa la calle del patio lateral de la pequeña iglesia, algunos hombres del pueblo se han congregado para charlar en paz. De ordinario, en los días cálidos, hacia el anochecer, es este uno de los sitios preferidos para estas tertulias. La plática recae sobre lo ocurrido a ñor José María Pérez en los últimos días. Este ñor José María Pérez es uno de los vecinos más conocidos en el pueblo: viejecito rezador, muy de trabajo, muy buen hombre. Es él quien en los nueves días y cabo de años sigue el rosario; el mismo en las procesiones de Semana Santa y del Corpus precede a todos con la Cruz Alta; entonces lleva al hábito de San Francisco, un poco arrugado, con el cordón bien ceñido.

No importa si, una vez cumplidos los deberes religiosos del día domingo, se alegra un poco; es siempre la suya una alegría pacífica y breve que nunca se ha salido de los términos del día domingo para invadir con la fiebre de sus vapores los dominios de algún lunes. Todos los lunes, ñor José María Pérez como de costumbre: bien de mañanita su trabajo, con el almuercito y la pala o el machete al hombre.

Pedro Villalobos, como mejor enterado, hace la relación de lo que pasó, como si lo estuviera viendo. Primero saca fuego en su yesca y enciende un puro; en el ambiente se esparce un ligero olor a trapo quemado. Todos escuchan en silencio.

-Esa mañana comenzábamos a ruediar café. Ñor Pérez, tempranitico, guindó la cahqueta y el saco con el almuero en uno de los poroses del madriao y se jue con su fisguita, a tirarle. Estaba ruediando una mata en una esquinilla, onde mismo asombraron a ñor Cipriano Fonseca -que Dios lo haiga perdonao-, cuando en eso se oyó al batacazo onde cayó. Lo abrigaron con un saco en la nuque, y se lo llevaron pa la casa. Ya ayer I´ oliaron.

Alguno de los concurrentes confirma este último: el Padre llevó el día anterior los Santos Oleos al viejecito que permanece en actitud de asombro, ha perdido completamente el habla y caso no puede moverse; por dicha el domingo había subido al Altar…

Nuevamente interviene Pedro Villalobos en la relación. Dice que ya son muchos a los que les ha pasado su mano en esa hacienda en la que nadie ignora que sale un hermano… quién sabe si será promesa sin cumplir o botija que hay enterrada; el caso es que los han alzado tiesos. Allí cada nada están levantando gente del suelo. Uno que estuvo de mandador le contó que una noche, hacía muy bonita luna, oyé el perro late y late y como el animal no lo dejaba dormir, salió con el cuchillo a ver lo que sería. Se puso a poner cuidado cuando en eso le pegaron un gran socollón a la cerca, y no era que hiciera viento; le entró un gran frío por la espalda y se metió ligero; la mujer dijo a rezar y pasarle bien duro la cobija por la espalda; ya desde esa noche nunca volvió a latir el perro. De día se encuentran huellas de niño y de caballos en el suelo, se oyen relinchos y trotes, van a ver, y nada; también ven faroles con la candela prendida, debajo de todo el sol. En media hacienda hay un lugar en donde siempre está haciendo un gran frío de toda la trampa, hasta en los días más calientes de marzo. Le han contado de un Padre de Cartago que vivía solito en casa de esa hacienda, mucho tiempo, hasta que se murió. Salía siempre a las cinco de la mañana a decir su misa, después todo el día metido, encerrado en su cuarto sin hablar con nadie, ni la viejita que lo asistía lo podía ver; para avisarle que ya estaba el café, o el almuerzo o la comida, la viejita sonaba un campanilla que tenía, y se quitaba; cuando oía los pasos del Padre que ya se iba de la mesa, entraba otra vez la viejita a llevarse los trastos, y el padre otra vez encerrado. Sería que dejó plata enterrada; también pudieran ser duendes o el Malo. Quien sabe… En cuanto a él mismo, hace algún tiempo le pasó una muy fea: hacía una porcia de días que lo venía persiguiendo una luz donde quiera que estaba solo; en una de tantas resolvió echarse el alma al hombro y hablarle al muerto, primero se atalló su buen guaro: -“Decí lo que querrás, carajo, pero eso sí te pido que me dejés llegar hasta la casa sin querme al suelo, por vida tuyita..”. Era el dijunto Goyo Calvo que quería que le hablara a Rafael, el hijo, sobre de que tenía que pagar unas misas que había quedado debiendo. Efectivamente, no cayó al suelo en ese momento; pero no bien hubo llegado a la casa cuando comenzó a sentir que le pasaban a una mano helada como de muerto, por toda la espalda, de arriba para abajo y de abajo para arriba, se le aflojaron las canilas y entre cuatro lo treparon a la cama; la mujer lo arrebató a flotaciones en la espalda, con ceniza caliente que es lo que hay bueno para esos casos, regaron agua bendita y quemaron plama bendita en el cuatro. A los días le dio la razón que le había mandado el dijunto Goyo a Rafael, pero Rafael se hizo el chancho y de allí le vino el tuerce p´trás y p´atrás desde entonces; tenía establecimiento, y quebró; tan derecho que había sido siempre para la taba, pues no volvió a ver un tiro de carne; se metió en la policía un tiempo aquí en Tres Ríos, y hasta que se murió. Declara que se sabe la Magnífica al revés, de atrás para adelante, esa es la gracia, por si llega a verse en algún apuro cualesquiera vez: espíritus malignos u otra zanganada que no faltan. El Cadejos en no metiéndose con él nada, pasa derecho. Se lo topó una noche viniendo de Carrillo con bueyes; oyó primero como un chi chis, eran los casquillitos que le sonaban donde venía; en seguida no más viendo las dos brasas, los ojos. Le han contado que era un muchacho como de unos trece años, un mentado José Joaquín; el tata le echó una maldición porque una noche quiso pegarle un susto debajo de un puente. La culpa la tuvo la mama que aconsejó al hijo; ella como el marido tenía una querida, pensó que asustándolo dejaría la llegadera tarde en las noches; el chiquillo fue el que sacó la rifa, y hasta la hora… Nunca ha visto la Cegua, y no es porque no haya sido mujerero, qué va; debe ser porque siempre le ha gustado cargar alguna reliquia, el escapulario del Carmen, casi siempre, o el Detente. La Cegua busca siempte al hombre birringo cuando anda de noche en sus fechorías: al pronte ve uno una mujer de pelo suelto, enlutada, con un cuerpo que da gusto verlo, chiquiona para andar, haciéndose la desentendida. El que es la palabrea y ella dejándose alcanzar; cuando ya uno va apariándosele y se le arrima con confianza y le dice “cholita linda” o cualquier otra carga, vuelve la cabeza y pela así dientes de caballo, las orejas también de caballo. Con toda seguridad que al individuo tienen que juntarlo después. Pero solo al hombre mujerero es al que le sale. Al hombre forma lo respeta, y a las mujeres…

En este punto, uno de los contertulios interrumpe el hilo de la relación que Pedro Villalobos hilvana, para hacer una referencia en concreto a la Cegua: Se trata de un caso personal que evidencia otro aspecto del horrible espanto: venía de Cartago a caballo, como a las once de la noche, al pasar por el Fierro oyó in chiquito llorando en la raíz de un gúitite, se apió del caballo y alzó la criatura de donde estaba, se puso a sobarlo y el chiquito ya se calló; estaba viendo el modo de montarse otra vez con todo y criatura cuando en eso oye que ésta le dice: “ispiame los dienticos…” así guitarra y tamañas macanas, mismamente una yegua… “Lo juntaron del suelo y alos días se confesó con el Padre Diego”.

Pedro Villalobos comenta: que sí, que en esos casos es bueno confesarse; pero que Dios guarde subir al Altar, hasta después de una tres confesadas.

Y sigue: siendo policía en San José, cuando Soto, oyó la carreta sin bueyes, como a la una de la madrugada; estaba haciendo segunda, por la Soledad. Primero sintió en la cara un viento muy feo, como de barranco, después la vido onde venía; pegó carrera hasta encontrar el otro policía, estaba vuelto para la paré y en un temblor todo el cuerpo, y a todo esto sin onde beberse un trago; se estuvieron juntos hasta que ya se vieron las claras del día. Lo que cuentan de que en la iglesia se ven a la noche las Animas rezando en rueda, son mentiras de Chepe Chacón; a las ocho, a las doce y una vez hasta la una de la mañana se ha asomado por debajo de la puerta de en medio, a ver, y sólo murciélagos. En el pantión sí; pero ni por la daibla se ha arrimado allá de noche… A un conocido suyo de Alajuela, le pasó en una ocasión un vaina muy fea, pero por birringo. Era de lo más parrandero: él en bailes, él en novios, en rezos con música, en velas, nada perdía. Los días sábados el modo de llegar a la casa a acostarse era como a la una de la mañana. Esa noche venía a caballo, pasando por Itiquís; cunado llegó cerca de un palo de guapinol por onde tenía que atravesar, de repente se le paró la bestia resistida; en eso va viendo una casa toda iluminada, onde mismo estaba el palo, y en el corredor bulla de gente muy alegre comiendo en unas grandes mesas; eso sí, notó que ninguno de los que allí había podía verle la cara bien, por más que se restregaba los ojos con las dos manos; de adentro fue saliendo una señora muy mudada y peinada y se puso a convidarlo con muy bonito modo que se apiara y que viniera a comerse a un tamalio, si no le daba mucho asco. Se apió, amarró la bestia de un horcón del corredor de la casa y se sentó en una mesa que estaba sola; le trajeron el tamal, que hasta que echaba fuego, lo desenvolvió, y al echarse la primera cucharada, va viendo que no tenía nadita de sal; se lo dijo así a la mujer que lo había convidado, y no hizo más que mentar sal cundo quedó en tinieblas. No quedó ni casa, ni gente, ni luces, ni nada, y él arriva en el palo, prensado en una horqueta; el caballo guindando de otra rama, que ya se iba a ahorcar. Abrevió y con el chafirro le cortó el cabresto al ruco, pas se oyó el vastagazo en el suelo. Se volvió a montar ligerito y dijo patas pa qué te quiero, para la casa. Llegó con un gran dolor aquí derecho, en la pura boca del estómago, sería del susto o de la gran carrera. Desde entonces, ya nunca volvió a salir solo después de las ocho de la noche.

Terminada la relación anterior, el silencio se mantiene por cortos momentos dentro de los del grupo. El rumor del río se percibe más claro; en el espacio tupido de sombras resplandecen a poca altura, de cuando en cuando, los misteriosos puntitos de luz de las candelillas, cual si fueran el vértice de cinceles de oro con que alguna mano invisible estuviera horadando silenciosamente la negra pizarra de la noche. Es posible que alguno de estos hombres, en alguna ocasión, haya creído adivinar en las vacilantes brasas intermitentes, puntas de cigarros de algún fumadero nocturno de las brujas. A distancia, muy lejos, muy lejos se distingue el ruido de una carreta, alejándose cada vez más sin que se pueda precisar su rumbo

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *