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Una leyenda

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Hace algunos años corría en Cartago una leyenda de un crimen sucedido en otros tiempos, leyenda relatada por los viejos y cada vez más misteriosa, más sombría, merced a la longevidad que había alcanzado. No hay duda de que en el fondo había una gran verdad, aunque asaz mutilada y mal vestida, verdad que he conocido, como otros, sin ningún lujo de detalles; de modo que quien al terminar de leerme asegure que he dejado la historieta en calzas y jubón, está en lo cierto, pero así y todo la publico sin reparo, pues abrigo el convencimiento de que en otra forma no lo podría hacer.

En el año de 1595 llegó a Cartago, asiento de los gobernadores españoles y entonces capital de la colonia, un apuesto joven de veintiún años, llamado Francisco de Ocampo Golfín, de hidalga cuna y mucho talento, originario de Extremadura, la poética región de España de hermosísimas dehesas en que pacen los ganados trashumantes, de grandes arboledas de alcornoques, encinas y castaños. Era su padre un militar de carrera que había peleado en las guerras de Italia y Flandes, en Granada, y, últimamente, en la campaña de Portugal.

El hijo no desmerecía del padre, y sin gran porvenir en su país, se lanzó a las aventuras, y se embarcó, rumbo a la América. Un falucho empavesado con los colores de su patria, que eran en aquella edad batalladora los colores de la gloria, singló el mar, y una mañana, los vigías en la costa vieron aparecer, con el nacer del día, una vela latina que hinchada por la brisa parecía el ala de un inmenso cisne que resbaló sobre la espuma hasta detenerse en las arenas de la playa. Ocampo saltó a tierra, para no volver nunca a la lejana España.

Hallóse bien en Costa Rica, senóle de maravilla el clima de Cartago, prendóse de aquel paisaje de acuarela que años antes habían contemplado en todo el esplendor de su belleza los tenientes errabundos del férreo Cavallón, y un año después de haber llegado contrajo matrimonio con una doncella alcurniadísima, Inés de Benavides, de dieciséis años de edad e hija del famoso Juan Solano, cuya memoria venerada vivió por tantos lustros en los anales que narraban los sucesos más salientes de los días de la conquista.

Francisco de Ocampo Golfín fundó, pues, aquí su hogar, fue buen amigo de varios gobernadores, desempeñó algunos cargos de importancia y se hizo rico. Después de una vida activa, murió hacia el año 1638. Tuvo de su matrimonio seis hijos, tres varones y tres hembras. Entre aquéllos figuró don Alonso, sacerdote y sujeto principal.

La familia de Ocampo Golfín o Sandoval Ocampo, como indistintamente se la llamó, fue una de las más renombradas de Cartago, aunque es posible que amenguara su prestigio un hecho insólito acaecido en aquel tiempo, en el que figuraron dos de sus miembros y, cuyos ecos, no bien apagados todavía, han llegado hasta nosotros en forma de fantástica leyenda.

En 1639 don José de Sandoval Ocampo, hermano de don Alonso, rindióse a las gracias y virtudes de doña Isabel de Obando, bisnieta de don Gonzalo Vázques de Coronado, y se casó con ella. Esta boda que enlazaba a dos familias distinguidas de aquella sociedad, por motivos que se ignoran, fue desaprobada abiertamente por el padre Alonso y sus demás parientes. Don José, ofendido, rompió con sus hermanas y cuñados, y esta pronta enemistad había de traer una funesta consecuencia, entonces difícil de prever.

Eran las doce del día primero de enero de 1640, y la sala del ayuntamiento, frente a la plaza mayor, reventaba de gente de lo más copetuda de Cartago que deseaba presenciar el juramento de los nuevos concejales electos para ese año, y entre ellos se hallaba don José, que había resultado favorecido con los votos para Acalde. Encontrábanse, además, presentes, el Gobernador y Capitám General de la provincia don Gregorio de Sandoval, venerable anciano, consejero de guerra de Su Majestad; las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, y los individuos que cesaban ese día en sus funciones municipales.

Llamado don José por el gobernador para que fuese a recibir la vara de la justicia, se adelantó algunos pasos, cuando de repente, del grupo de asistentes, que en silencio contemplaban aquella ceremonia, surgió un hombre, el padre Alonso, y rápido como el relámpago asestó dos tremendas puñaladas en el pecho del Alcalde. Este rodó al suelo como muerto.

La confusión que siguió al atentado fue inmensa. Los Sandoval desnudaron las espadas y lo propio hicieron los cuñados del herido y demás deudos de su esposa, y ya se iba a empezar un combate, que habría teñido en sangre las baldosas del cabildo, cuando se oyó la voz de don Gregorio que dominando el ruido de aquella turba se impuso con la triple autoridad de su alto puesto, de su entereza y de sus años, Su enérgica actitud y de su ademán resuelto evitaron el encuentro; cesó el barullo, se serenaron a medias los espíritus, aquietáronse los quisquillosos caballeros, volvieron a la vaina los aceros, y el Cristo de madera que en la mesa del buen Gobernador esperaba el juramento de los nuevos concejales era, minuto después, en la media luz de aquella sala, el único testigo que yacía en el lugar en que cayera dond José de Sandoval.

Este luchó muchos días entre la vida y la muerte, pero se sobrepuso su joven naturaleza y al fin sanó de sus heridas.

En cuanto el padre Alonso no se sabe que fuera procesado, más es probable que la autoridad eclesiástica condenara y castigara su inicuo proceder. Don Gregorio reunió después a los hermanos y procuró reconciliarlos; logró por los menos calmar la irritación que hervía en sus pechos y hacer germinar en el corazón del padre Alonso la semilla de un sincero y amarguísimo pesar: el remordimiento de la falta cometida.

Muchos años después el mismo padre reedificó la iglesia parroquial con dineros personales, y ya viejo y achacoso entró en un claustro donde terminó su vida.

He ahí la verdad de una tradición que corria entre las gentes de Cartago y que a su sabor comentaban en las tardes nebulosas de la vieja capital, desfigurada en el discurrir del tiempo, y que es uno de tantos episodios novelescos de la historia colonial de Costa Rica.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

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