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Ruinas que son una sentencia

Cuando llegamos a la Muy Noble y Leal Ciudad de Cartago, nuestra curiosidad se detiene a contemplar el monumento de piedra que la fe católica quiso erigir en suntuosa parroquia para perpetuar la fe de un siglo de frevor y piedad.

Y al pensar en el dolor de las paredes ruinosas que nunca pudieron ver su fin, la tradición nos repite que donde se vierte sangre de hermanos, no puede quedar piedra sobre piedra…

En 1575, poco después de la traslación de la ciudad de Garcimuños a Cartago, por el Gobernador Anguciana, vinieron a nuestra tierra dos hermanos Madrigal, soltero uno, y sacerdote el otro, quien fue nombrado cura de la parroquia.

Enamorándose ambos de una señora del lugar, guapa y buena moza, como las hubo siempre en nuestra antigua Metrópoli.

Muy pronto ardieron los celos, y el odio, que vino a poner una amenaza de muerte entre ambos hermanos, tuvo su desenlace cuando el corazón de aquella mujer se decidió por el seglar y soltero, como era natural.

Simpático e inteligente el joven galán, se hizo estimar por los pobladores de la naciente ciudad y muy pronto fue designado para servir en el alto puesto de Acalde.

El Cura, herido en los más íntimo de su pasión secreta, intrigó cuanto pudo para hacer fracasar la elección, sus esfuerzos fueron vanos ante la simpatía y aprecio que el nuevo Acalde se había conquistado.

El primero de enero de 1577, como era usanza, asistieron la Corporación Municipal y el Acalde a la misa mayor, oficiada en la primitiva parroquia de Santiago. Era también costumbre que el Cura y sus monaguillos salieron hasta la puerta del templo para recibir solemnemente a la Comitiva y bendecirla antes de que se instalara en la altas butacas que rodeaban el presbiterio. Salió pues el Cura a encontrar las autoridades que asistían ese dial al Santo Sacrificio y cuando presentó a su hermano la calderata de agua bendida, sacó un puñal que llevaba oculto y lo clavó en el costado izquierdo del Acalde, quien cayó muerto a sus pies, consumándose así el fraticidio mas sacrílego y horroroso que hayan inspirado los celos.

El Cura, aprovechando la estupefacción del momento se despojó instanáneamente de sus vestiduras sagradas y huyó por la puerta del perdón, dónde ya lo esperaba su criado con un brioso caballo; montó y salió a escape, burlando la persecución de la justicia.

Aquel fugitivo llegó a León de Nicaragua, y allí quizá roído por la conciencia, se presentó a las autoridades y reveló su crimen. Con la intervención eclesiástica fue sentenciado a regresar a Cartago, demoler la Parroquia, testigo de su crimen y edificarla y equiparla por su propia cuenta.

Al efecto, llegó y cumplió muy fielmente la pena; pero aquella construcción, hecha de piedra y barro, no duró sino pocos años, quedando tan solo la imagen de San Joaquín y un hermoso cuadro de Las Animas, traídas por el Padre Madrigal, como una prenda de arrepentimiento.

Poco después, reedificó la Parroquia el Presbítero don Ramón Azofeifa, pero fue demolida por un terremoto.

Reconstruida por el Presbítero Felix Alvarado Jirón, volvióla a derribar otra conmoción y preparada sucesivamente por los presbíteros Rosas y Joaquín Alvarado Jirón, corrió siempre la misma suerte. Por último, el Presbítero Carmen Calvo emprendió de nuevo la tarea u ciando ya tocaba a su fin con los trabajos, a las seis de la mañana del dos de setiembre 1841, día señalado para la bendición de las torres, otro nuevo terremoto la dejó en ruinas. Así permaneció algunos años, hasta que se dispuso demoler los escombros y levantar un templo de piedra en el centro de la manzan, capaz de resistir al tiempo, y a la cólera Divina.

Las moles fueron ascendiendo y cuando se creyó que había sido lavada la sangre y cesado la maldición del lugar en que se consumó el crimen sacrílego, el terremoto de 1910, desquició las piedras, rompió las ligaduras de argamasa y las dejó en pie, como lección eterna de que la sangre del hermano no se borra, y el sitio donde se derrama queda maldito por todos los siglos de los siglos.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

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