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La erupción de agua

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Por encima de las colinas de Turrialba empezaron a asomar algunas nubes enlutadas refunfuñonas y caritristes. Subieron un poco y, tras de ellas, vinieron otras con la misma indumentaria y el mismo aspecto. Se estrujaban por seguir, todas, la misma dirección. La dirección que buscaban era la del sol. Seguían estrujándose, más y más, como si se disputaran, cada cual por el primer lugar. El sol las vio, pero se hizo el desentendido, y siguió subiendo.
Me parece que las miraba de reojo y con desdén, y corría y corría para no darles audiencia. Paracía, aquello, un ejército de inconsolables viudas, todas a caza del mismo galán, galán que se les escapaba corriendo, tras de la pálida luna, más bella y más hermosa y menos viuda.
Por fin, las enlutadas viuditas alcanzaron al ardiente señor de la manchas sospechosas, pero, en la tierra nunca se suopo el final de la amorosa correría, porque el sol se ruborizó y cubrió su viaje y por varios días no se dio a ver. Sin embargo, el Alcalde de Ujarrás, que había seguido todos los movimientos de las nubes y que en achaques amorosos, aseguraba que el rey de los astros, tan pronto le alcanzaron las viudas le dio, incontinenti, calabazas, y que todas las pobrecitas se echaron al momento a llorar a moco tendido. En efecto, el aguacero fue torrencial, como nunca se vio en Ujarrás, ni antes ni después.

A eso del mediodía, cuando el sacristán tocó el Angelus, nadie oyó la campana, tan fuerte era el ruido del agua al caer.

Poco después, el volcán Santa Lucía, enemigo de mojarse, protestó contra el aguacero, metiéndose en furor. Se retorcía que daba miedo.

Los rayos cruzaban el espacio en todas direcciones; repercutiendo, en el valle, los truenos que daban espanto.

Los centenarios cedros temblaban desde el tronco hasta la copa y los congos se agarraban a la ramas llorando que daban pánico.

Silbaba el huracán acostando las palmeras y el mismo río murmuraba de una manera extraña como si por debajo de las aguas repercutiera el eco de tremendas y lejanas descargas. Las mujeres se jesuseaban y quemaban palma bendita.

Los hombres se persignaban disimuladamente y rezaban de los dientes para dentro. El Santa Lucía seguía crujiendo más y mejor, abriéndose al fin con horrible estruendo y lanzando agua en todas direcciones.

Creció el río y salió de madre. Y las aguas del río y las aguas del volcán, uniéndose se adelantaron sobre la población.

Algunas gentes pudieron huir hacia los montes. Las aguas entraron en la casas subiendo hasta una vara de alto. No respetaron ni la iglesia, a donde de penetraron con ímpetu, pero al llegar al altar de la Virgen de Ujarrás, se detuvieron en raya como por encanto. Mientras tanto, una media docena de mujeres que rezaban en la iglesia, habían subido al coro detrás del altar de la Virgen, y allí rezando La Magnífica, presas de pánica esperaban la última hora.

De los pocos que habían quedado en el pueblo, se salvaron, unos subiendo a los tejados, otros agarrados de las solereas de la techumbre, quienes encaramándose en algún árbol a pesar del aguacero torrencial. Unos pocos eran arrasados por la corriente y luchaban a brazo partido.

Entre las mujeres refugiadas en el coro, había una entrada en años, la cual invocaba continuamente a Nuestra Señora del Rescate. En una que va y otra que viene, oyó que la Virgen le decía: “Arranca una de las tablas de la escalera del coro; toma el Niño Dios, el del portal, que está en el nicho izquierdo del altar del Nazareno. Coloca el Niño sobre la tabla y pon la tabla sobre el agua”.

El agua, como hemos dicho, se detuvo al pie del altar de la Virgen y por consiguiente la mujer pudo bajar del coro y acercarse hasta el Nazareno que estaba cerca, a un lado del altar de Nuestra Señora y al nivel de éste. Subió como pudo, tomó la imagen del Ñino Dios y volvió al coro. Aquí, ayudada de sus compañeras, despegó la tabla y acercándose después, hasta el border de las aguas hizo como se le había mandado. Y sucedió algo muy extraño. La tablita en que descansaba el Niño empezó a deslizarse sobre las aguas. El Niño parecía animase, se le encendieron los colores del rostro, le brillaron los ojitos y alzando el bracito derecho empezó a dar bendiciones a uno y otro lado. Las aguas entonces retrocedieron y salieron de la iglesia. El Divino Niño en su frágil embarcación salió también del templo bogando, después, por sobre las aguas que cubrían las caller de Ujarrás, simpre bendiciendo con su preciosa manita, bajada rápidamente el nivel de las aguas, las que huían temerosas hacial el río.

Bajaron y bajaron. Y cuando fue la tarde, de la inundación no quedaba, en Ujarrás, más que el finísimo lodo sobre las calles, pero, ¡Oh dolor que aún perdura en Ujarrás! El Niño Dios se fue decreciendo y nunca más volvió por aquellas tierras, ni se volvió a saber de él hasta la fecha.

Y por esto, mientras existió Ujarrás. Y por eso también, en Ujarrás, en la fiesta de Navidad, los históricos tamales se amasaban con lágrimas.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

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