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La visión de Nazareno

Habían transcurrido doscientos cincuenta y dos años desde que el valeroso explorador del valle del Duy, don Juan Vázquez de Coronado, fijó el sitio que debía ocupar la primera ciudad de Cartago en el valle del Guarco: y caso otros cientos de años hacía que los frailes de la orden seráfica habían fundado el Convento de San Francisco.

La tradición, que con tanto cariño conserva los recuerdos de las edades que murieron, nos ha legado curiosas anécdotas relativas a los frailes y, si muchas de ellas han desaparecido para nunca más volver, debido es únicamente a la incuria de nuestros hombres de letras y al poco gusto que en Costa Rica se tiene por el añejo.

Uno de esos relatos es el que recuerda la Visión del Nazareno, relato que dormía el sueño del olvido entre unos montones de papeles viejos que están en poder de un anticuario, al que citaremos como garante en caso de que algún quisquillo pudibundo arremetiere contra nosotros.

Corrían los años de 1852

Cartago, a pesar de su antigüedad y de tener blancos los cabellos y las carnes enjutas, cual vieja rezadora a quien no le sido fácil procurarse el pan nuestro de cada día, se había mantenido en un estado estacionario, alejado de todo el centro de cultura y sin industria que hubiera podido darle riqueza y vida.

Gobernaba a la sazón don Juán de Dios de Ayala, cumplido hidalgo y hombre de pro, caballero de la orden de Santiago quien por más que se interesó por el progreso de la provincia, no pudo hacerla surgir de la postración en que se encontraba.

El Convento de San Francisco era el centro religioso de Costa Rica. Injustos seríamos si pretendiéramos menoscabar en un todo la memoria de los frailes que lo habitaron. Santos varones poblaron sus celdas, hombres magnánimos que por convertir al indio expusieron su vida, frailes que heroicamente perecieron en el ejercicio de su misión cristiana; pero también los hubo de vida alegre que, bajo el hábito de religioso, sintieron arder la sangre de los Tenorios.

A uno de los de la última especie se refiere la Visión del Nazareno. Es el caso que la ciudad de Cartago estaba alarmada, vive Dios, con sobrada razón:

Lo que ocurría no era para menos.

Hacía algún tiempo que a eso de las once de la noche, hora en que de costumbre estaba dormida la creyende ciudad de Vázques de Coronado, salía del Convento de San Francisco una visión: la Visión del Nazareno, de un Nazareno como el que habían crucificado en la pérfida Jerusalén. Y diz que del Convento seguía, con paso de espectro y acompasado, por la calle que daba al frente de la Parroquia, llevando luego sus pasos hacia donde mira el Irazú, hasta perderse en las sombras.

En aquellos buenos tiempos de capa y espada, en que nadie salía sin su tizona al lado, valiente y muy valiente era el que, cuando la luna negaba su luz, se atrevía a recorrer las antes estrechas y oscuras calles de Cartago.

La visión del Nazareno aumentó el retraimiento de las gentes y sembró por todas partes la alarma, al extremo de que nadie, después de la once de la noche, pasaba por las calles que debía recorrer la aparición.

El acontecimiento no pareció del todo extraordinario en un pueblo donde antes había aparecido la Virgen María. Solamente que la Negrita de los Ángeles era de piedra y el Nazareno parecía ser de carne y hueso.

El lugar de reunión favorito de la buena sociedad de Cartago, por aquel entonces, era la casa de don Santiago Bonilla. Los calaverones que, dicho sea de paso, menudeaban antes más que ahora, solían pasar allí sus ratos, contando sus hazañas amorosas y hablando todavía de la salud de su Majestad el Rey, alrededor de una mesa de billar.

A esa reunión de hombres de pelo en pecho, se agregó un apuesto aragonés, recién llegado a Cartago.

Oído que hubo el testarudo aragonés la historia de la Visión, juró por Dios y la Virgen del Pilar, que era capaz de enfrentarse con el mismo demonio y que no temería, espada en mano, acercarse al Nazareno y arremeter contra él en caso necesario, por parecerle aquello, más bien artimaña de Satanás; pues que, como aragonés que era, no podía comprender cómo el Nazareno podía aparecerse en Cartago sin haberlo hecho antes en Zaragiza.

Por supuesto, llovieron las apuestas.

Con ansia mortal se esperó la hora en que debía salir la Visión del Convento.

El momento trágico llegó. Temblaron las calaveras, pero el aragonés, después de haber lanzado un juramento al estilo de los de su tierra, desenvainó su espada y a paso redoblante se acercó a la Visión que ya iba a cruzar la esquina de la Parroquia.

Encontrarse al lado de ella y darle de mandobles fue una misma cosa. Cuentan que desde la casa del señor Bonilla se vieron los apuros del Nazareno, quien, con la Cruz que solía llevar a cuestas, paraba los golpes de su adversario, y que fue el primero en tocar retirada. En la plaza, a la luz de un farolillo que milagrosamente había salvado de la pelea el Nazareno, se vio que parlamentaba.

El aragonés había ganado las apuestas y llegó triunfante al lugar donde los calaverones del tiempo del Rey contaban sus hazañas amorosas y las hazañas de los frailes del Convento:

Había prometido bajo palabra de honor no descubrir al falso Nazareno y como buen hijo de Aragón cumplió con su palabra. Mas, como entre cielo y tierra no hay nada oculto, como siempre se ha dicho en la Noble y Leal ciudad, pronto se averiguó que el que se había hecho pasar por Nazareno era fray Jacinto Maestre, de tiempos atrás conocido como el más calavera los que han ceñido el hábito de San francisco; quien tuvo la ocurrencia de disfrazarse con el traje del Nazareno que tenían en la iglesia del Convento, y hasta se llegó a decir que la cruz que llevaba sobre sus hombros era la que le servía de escalera para introducirse en casa de una dama que no tenía miedo a los frailes.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.






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