Skip to content

La virgen de los Milagros

Avanza el tren millas y millas, rumbo hacia la capital. El turista se extendía en el paisaje que se contempla a ambos lados de la vía férrea del Atlántico. Su imaginación no alcanza a comprender cómo en tantas tierras vírgenes, no abundan las poblaciones. Y llegando a Juan Viñas, el valle de Orosi y Ujarrás le interesan. Más allá es la torre del templo de Paraíso que emerge entre la fronda. Entonces el gerente de la Junta Nacional de Turismo, que gusta de los relatos históricos y de las tradiciones legendarias del país, les narra las invasiones de Mansfield y Morgan, el robo de las indias y la matanza de sus varones; el saqueo de las bodegas de cacao; los rescates pagados en oro puro, y de todo ese tormento que sufrieron los pobladores de aquellos litorales allá por el año 1665, que los obligaron a abandonar sus predios, La leyenda tiene un sortilegio que a todos cautiva.

Reconstruimos el suceso tal cual lo recogimos de la tradición, que suele no ajustarse al verdad histórica, porque al revestirla con sus galas la fantasía popular, la desfigura en su esencia, pero la embellece el sentido mismo que le presta el alma campesina.

Los indios talamanca habían mantenido muy buenas relaciones con los pirtatas que frecuentaban la bahía de Almirante y sus contornos, donde los suplían con provisiones a cambio de implementos de guerra. El indio codicioso, ya no confiaba tanto su flecha como en el arma de fuego, que parecía tener mayores efectos destructivos. Pero las relaciones se habían enfriado un tanto, porque en cierta ocasión, cuando los piratas llegaron a Bocas de Toro, e invitaron a hombres y mujeres de la tribu a un festín, los embriagaron y aprovecharon el momento para matar a los indios indefenson y robarle sus mujeres. El plan les resultó, pero con ellos se fue la promesa de la venganza, que sería terrible porque la justicia asistía a los nativos. Estaba decretada la guerra a muerte.

Y los piratas que no sufrían quebranto ante las embestidas del mar bravío, que jugaron la vida y los tesoros robados en cada abordaje, sintieron el temor de aquellas tribus semisalvajes, a quienes habían causado el más hondo de los pesares: el robo de sus mujeres. Porque el oro se repone; pero el corazón de una mujer, ese, ni se olvida ni se perdona. Por eso no se atrevían a salir a tierra para hacer la aguada.

Pero tampoco podían resistir a la tentación de llegar en busca de del cacao y el oro de los indios: era su negocio, y ante la disyuntiva de abandonar el teatro de sus aventuras o jugarse la vida, se pronunciaron por exterminar a los indios, cazados como fieras del bosque, en celadas inhumanas.

Mansfield, taimado compañero de Morgan, concibió la idea de entrar al interior de Costa Rica, aprovechándose de los servicios del traidor Roque Jacinto Hermoso, quien puso a su servicio, también, a dos españoles y siete indios tariacas, de los pobladores del litoral comprendido entre Moín y Bocas de Toro. Tarica significa diente de tiburón; era que esos indios llevaban siempre sus collares engalanados con los colmillos de la bestia marina.

Se intentó una alianza con los talamancas, aprovechando los parlamentarios nativos, pero tal proposición fue rechazada con energía; que para un criollo de aquellos tiempos, la perfidia sólo tenía un castigo: la muerte. Perdón, no. Y fue el comienzo del año, cuando revientan las guarias, que doscientos urinamas -los indios de la parte alta de Talamanca-, salieron con sus flechas y sus venablos envenenados a ponerse a las órdenes del gobernador de Cartago para rechazar la pretensión de los bucaneros.

En mayo de 1665 desembarcaron en Portete, cerca de Limón actual, los piratas con sus huestes de ingleses y franceses, dispuestos a sojuzgar a nuestras tribus del interior del país. Pero si les fue fácil sorprender a los pobladores de Matina y poner en desbandada a las avanzadas de Turrialba, no fue cosa de llegar y vencer, frente a los atrincheramientos de Quebrada Honda. La carabina de Alonso de Bonilla, el intrépido defensor del suelo patrio, puso a fuda a los setecientos hombres bregados en la lucha diaria, bautizados por las balas y sellados con las armas cortantes en los mil combates otrora.

La credulidad piadosa atribuye este magnífico éxito de las armas de los nativos a la intervención milagrosa y oportuna de la Patrona de entonces, la Purísima Concepción del Rescate, o la Limpia Concepción de Ujarrás, como también se le designara, obsequio de uno de los monarcas españoles, quizás Felipe II. Los biógrafos de los piratas guardan silencio en los concerniente a su derrota, y sus párrafos son despectivos para los españoles y los indios que les infligieron tan cruel batida, se explica un pirata puesto en fuga.

Según un franciscano guatemalteco, los españoles e indios unidos en su propia defensa, hicieron la captura de ocho bucaneros al salir de Turrialba y fueron ellos, en su declaració, los que revelaron la razón de la fuga. Ni las armas españoles, ni las flechas indígenas obligaron la retirada: tampoco la sangre vertida, que para un pirata, la sangre reclama sangre, y se pierde la vida en la lucha, pero se venga al compañero muerto. Era que las armas enemigas tenían una aliada poderosa, invencible: fue la fuerza de lo sobrenatural y por ende, desconocida, lo que puso en sus filas el terror y el miedo.
Un ruido en el cielo, raro, impresionante y como entre llamas, en medio de una luminaria fantástica, una Real Señora, señalando con su índice el camino del regreso. Era una imagen desconocida; había en su faz una sonrisa, que tenía más de piadosa, que acariciante, pero se apareció con tal esplendor, era tan severa su expresión, que lo que ni lograron los hombres, los conquistó esa mujer.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *