Skip to content

La leyenda de la isla de Los Negritos

  • by

Vamos saliendo del Golfo de Nicoya. La lancha gasolinera está costeando la famosa isla de Los Negritos, que a unos mil metros de distancia, tiene el aspecto montaraz de un copón selvático que hubiera surgido inesperadamente de las aguas. En verano su vegetación es raquítica y resulta difícil hacer vida en ese islote rocalloso. Y si no fuera por la leyenda a que se debe su nombre, nadie diría que ahí pudo residir por varios años, como parece que aconteció en el pasado, un grupo de negros escapados de un baco bucanero.

La isla de Los Negritos, o el Vapor de los Cartagos, se divisa desde Puntarenas sin necesidad de anteojos de larga vista. Es como una inquietante sobre el fondo azul de la lejanía. Es como una inquietante invitación sobre el fondo azul de la lejanía, para los curiosos, que desde el puerto la contemplan con los ojos del asombro, inquiriendo mentalmente el porqué de aquel barco que no parace moverse nunca.

En el año 1687 debieron pasarla inadvertida los bucaneros que asolaron toda la región de Nicoya, de cuyas hazañas de maldad y sangre nos han quedado recuerdos en el relato del francés Revenear de Lussan, describiéndonos algunos episodios de aquellos tiempos del coloniaje español.

Al norte de esta prominencia rocallosa queda, a no mucha distancia, la isla de Cedros o del Cedro, que sí tiene un suelo fértil, frondosa vegetación invierno y verano, con buena agua y excelente condición para ser habitada.

Así lo dicen marinos que la visitan con frecuencia, y donde en 1899, el gobierno de don Rafael Iglesias Castro, intentó establecer un lazareto, y hasta fueron construidos los edificios para ello. La obra no se llevó a cabo por la absoluta negativa de las familias de los enfermos, a permitir su traslado a eso “lejanos confines”.

Como ya dije al comienzo, vamos saliendo casi del Golfo. A nuestra derecha se divisa, a unos mil metros, la isla de Los Negritos. De pronto, uno de los pasajeros de “La María Mercedes”, que está precisamente sentado cerca de mí, pregunta al Capitan de la lancha: ¿A qué se debe el nombre de Los Negritos que lleva ese islote?

A los lejos está Punta Cuchillos y un poco más allá Punta Curú. El silencioso Capitán Martínez que es quien lleva el timón, da una chupada a la pipa y extendiendo luego su mirada a todo el auditorio que espera su respuesta, nos cuenta lo siguiente: “Desde hace cuarenta años vengo viajando constantemente por esta ruta y nunca nadie me ha hecho esa preguna. Es una historia larga que una noche viajando con mi padre por estas aguas, tuve el gusto de escucharle”.

La narración comienza en 1897, cuando mi padre, siendo simple marinero del vaporcito “El General Fernández”, tuvo que acompañar una expedición militar que venía con orden expresa del Gobierno, a recorrer las islas y ensenadas dentro del Golfo de Nicoya. Se quería localizar un sitio adecuado para establecer un centro benéfico para los enfermos del mal de Hansen.

Fue una faena muy larga y fatigosa que los obligó a recorrer por más de tres meses todos los huecos y escondrijos de este Golfo, hasta que se resolvieron los Delegados por la isla del Cedro.

Al terminar el recorrido, y puesta la Comisión de acuerdo, una correntada inadvertida los hizo desviarse de la ruta. Tomaron por esta isla, muy de cerca, y uno de los expedicionarios que manejaba un catalejo, pudo ver a la distancia, en esa remotidad, una sombra o un fantasma que trataba de ocultarse entre la rocosidad y la rala frondosidad de ella.

Contaba mi padre que el Capitán y todos se quedaron asombrados cuando el dueño del anteojo, comunicó el caso a toda la gente. Nadie hubiera creído que ahí asustaran y muchos suplicaban que mejor nos alejáramos del lugar. Pero el militar, que jefeaba la expedición, ordenó abordar la isla y comprobar lo que hubiera de cierto.

Como es del caso, poco a poco se fueron acercando a la isla buscando un lado apropiado donde pasar sin peligro de un arrecife en la baja marea.

Por precaución y por el supuesto fantasma, el Coronel ordenó tener listos los rifles para disparar al menor peligro.

Tomadas la precauciones que el caso ameritaba se fueron acercando al arrecife costanero más cercano a la islita. Ahpi bajaron un bote con tres remeros y cinco soldados al mando de un cabo.

A bordo de “El General Fernández” toda la tripulación quedó en posición de alerta, cubirendo la marcha de la gente que iba para tierra. Aquellos hombres llegaron sin ningún contratiempo. Amarraron la embarcación entre la maraña del islote.

Cerca de quince minutos duró la espera. De pronto se escuchó un tiro y al poco rato retornaron a verse los soldados. Traían prisioneros a dos individuos de estrafalario aspecto. Al abordar la embarcación nos dimos cuenta de que los presos eran dos pobres negros salvajes, bastantes ancianos, que hablando en una jerga ininteligible, parecían pedir clemencia todos acobardados.

El Coronel ordenó asearles y les cambió los harapos por ropa más decente. Cuando estuvieron listos se les puso un intérprete y en un pésimo inglés contaron su triste historia así: Hace muchos años, tantos que cuesta precisar la fecha, un barco negrero venía con un cargamento de esclavo africanos para vender en América.

Un inglés degenerado que pirateaba por las costas del Pacífico solía hacer este negocio. Esa vez al pasar frente al Golfo de Nicoya se descargó una terrible tempstad que casi hace zozobrar la carabela, y el maldito Capitán pensó aligerarse de carga abriendo la bodegas y tirando al mar más de cincuenta hombres.

La escena macabra que se presentó es difícil de reseñar. Hombre que caía era hombre que iba a dar a las fauces del tiburonero que ahí hizo su agosto. Fue algo pavoroso. Mujeres y chiquillos perecieron devorados por las fieras marinas. El negrito al hacer memoria del suceso lloraba como un niño.

Felizmente él y su compañero, nadando vigorosamente, tuvieron la suerte de llegar sanos y salvos a tierra, y se escondieron en aquella islita desierta. Para no se capturados nuevamente por el capitán pirata se ocultaban de día, y de noche salían a buscar alimentos. Para resguardarse del sol y la lluvia y de cualquier sorpresa, construyeron entre el risco una gruta y la ocultaban cuidadosamente con ramas y palos. Así vivieron por más de setenta años alimentándose de raíces y pescado crudo.

Aquellos dos hombres fueron traídos a Puntarenas y de allí se les envió a San Jose. La prensa se ocupó del asunto, y entonces el gobierno inglés los reclamó para devolverlos a su país de origen.

Esta es la historia y este es el motivo por el cual a este islote desierto se le llama desde lejanos tiempos LA ISLA DE LOS NEGRITOS. Calló el capitan su relato. Casi dos horas y media nos tuvo pendientes del mismo. Cuando nos dimos cuenta, “La María Mercedes” estaba arribando al muelle de Quepos y cada pasajero recogió su equipaje. Luego en el Hotel escribí estos apuntes y aquí los tenéis lector amigo, por si es que queréis saber el motivo del nombre. Es una historia muy triste que la tradición ha venido manteniendo al través de varias generaciones, y cuyos sucesos parecen arrancados de la páginas de un libro de Emilio Salgari.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *