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El sacrificio de Yandarí

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Era Nicoya regio señor de un vasto y rico territorio, tierra misteriosam de montañas lóbregas y valles risueñas. Dominaba sobre las cosas y las personas. La tradición le señalaba deberes y beneficios pero a veces imperaba más su voluntad.

Muy cerca vivía Yandarí, moza en plena flor de la juventud; bella y sensitiva con un sello de distinción y un gesto de señorío. Se sentía dueña del mundo.

Atapa, mozo apuesto, la quiere y la busca con insistencia, pero ella burla sus miradas y esquiva su presencia. Una antigua costumbre la acongoja, y por eso prefiere vivir en las selvas, pasearse por las orillas del río Morote e inquirir de sus límpidas aguas, si hay otra mujer bella en los contornos.

Sabe que ninguna núbil ha de elegir compañero antes de pagar al Cacique Nicoya, libidinoso y fiero, el rescate. Yandarí defiende su pureza.

Exasperado Atapa, creyendo que Yandarí le desprecia, decide dirigirise a la madre de ésta, para calmar su celos. Pero ha de esperar que la nueva luna traiga suerte.

La verdad es que Yandarí lo estima, pero desea ser fuente cristalina, agua que purifica, fuego que fecunda… Además ya que sus ojos se habísn prendado del gallardo Kebé, que tímidamente la sigue, sin declararle su pasión.

Ella respeta a su Cacique, más se niega a complacerlo en sus apetitos, y por eso rehúye el amor.

Discurren los días. Llega la época de la recolección de los frutos de la tierra en que se suceden las fiestas y se hacen las ofrendas a los dioses titulares.

Los chiras, vecinos no muy amigos, han enviado sus ricos presentes a Nicoya: cerámica policromada, mesas de piedra para los sacrificios adornadas de lindos arabescos, amuletos, collares, patenas y muchas cosas más. También han llegado hermosas muchachas que esperan encontrar compañero. Nicoya las mira con ojos golosos.

Una de ellas, que está en vísperas de cumplir su compromiso de amor, le presenta ricas mantas de algodón, tejidas por sus propias manos: gargantillas de coral, amuletos de jade con formas caprichosas. Piensa distraer con sus obsequios. Todas las visitantes terminaron formando parte de la corte de Nicoya.

Yandarí, que espera allá en su rancho, sola con su dolor, oye un día la voz de la madre de que le ordena unirse a Atapa, en la próxima luna llena.

Ella le confiesa su pasión por Kebé y a la vez le manifiesta repugnancia de complacer a Nicoya.

La madre le recuerda que es su obligación ineludible recibir las caricias del Cacique que la deben autorizar para acepta ra Kebé.

-Madre, implora Yandarí, yo quiero ser pura como el agual… Mientras tanto, Kebé que ignora los escrúpulo de su amada, se adentra en la montaña a llorar su desventura.

Faltan muy pocos días para el plenilunio. En las noches, las selvas se engalanan con luz de luna y perlas de rocío.

Yandarí, desesperada, busca las orillas del río, tratando de encontrar un remanso de aguas profundas. Lleva consigo una red y una bella tinaja.

Después de acariciar las aguas con sus manos delicadas, se introduce dentro de la red, corre el nudo de la parte superior, y se lanza a las profundidades, donde quiere reposar, santificando su virginidad.

Nadie supo más de ella. El más anciano del pueblo, lleno de experiencia y sabiduría, dijo: -Yandarí ha muerto, pero estará con nosotros cada vez que venga una luna sin agua. Buscadla en la solemnidad de las noches claras; veréis una flor blanca, teñida de estrellitas rojas. Es Yandarí, la novia que se desposó con la muerte…

Ella sabía que los dioses reservan un cielo alas vírgenes.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

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