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Los ríos Gemelos

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Don Pedro Varela, recio y simpático agricultor, abandonó la urbe para dedicarse allá, entre las frías neblinas de Coliblanco, a cultivar una pequeña parcela. Leía mucho, observaba más y como un ermitaño de los viejos tiempos, estudiaba su yo.

Simpático y afable, a pesar de que vivía en una soledad llena de brumas y vientos helados, atendía con alegría a quienes lo visitaban.

Rondando y rondando por esos campos hermosos de la Patria, llegué hasta su albergue, perdiendo en su fresca hondonada en la cual se preservaba de lo gélidos temporales que duraban todo el año.

Viví allí varios días. Una noche apacible, lunar y fresca, cuando la neblina se deshacía en jirones en las ramas de los corpulentos jaúles, escuché este fantástico relato: “Es Pacayas un pueblecito encantador, enclacado en las faldas fértiles del Irazú. Pueblo hospitalario como ninguno, acoge bondadosamente a los forasteros, los cuales sienten dolor al alejarse”.

Una noche en que la luna tamizaba la soledad dormida del pueblo, recostado a un bastión de un puente de los ríos Gemelos, sentí surgir una leyenda de siglos olvidados.

Los indios güetares, en la noche silenciosa de los tiempos milenarios, habitaban confiadamente esta región. Pródiga siempre, esta tierra maravillosa delvolvía cien por uno y así fructificaba una vida sencilla y tranquila. Allí, en una verde altiplanicie, entre el verdor de frescas arboledas y cantarinas fuentes, se alzaba una choza, refugio encantador de una familia trabajadora.

Huécar y su esposa Talhía soñaron muchos años con el hijo que vendría a llenar sus soledades. Fueron felices cuando arribaron al mismo tiempo dos hermosos niños. Al tiempo, Pacis y Ayas se convirtieron en dos recios mocetones que ayudaron a su padre en las faenas agrícolas, en la caza, en sus horas de algría y también en las de agobiante tristeza.

Verdaderos hermanos, sus vidas no fueron turbadas por rencilla alguna, pero un día conocieron a Idaí, la hermosa hija del pastor Dagobh.

Frescura de mañanita de diciembre, luz argentada de luna de enero, rosa exótica de un jardín magnífico, graciosa porcelana dorada, eso era Idaí. Los hermonos gemelos Pacis y Ayas se enamoraron perdidamente de ella.

Lo que no se esperó nunca, el amir hacia Idaí separó a los hermanos. Profunda herida se abrió en el amor fraternal. Huécar y Talhía, miraron asombrados aquel despertar del odio y nada podían hacer amortiguarlo.

Idaí, mujer al fin, alentaba a sus dos admiradores. Esperanzas, un furuto prometedor, amor sin límites, ofrecía en sus palabras engañadoras. Insistían ambos jóvenes y el cielo hogareño se nublaba con presagios de tormenta.

Pero un día… el Coloso despertó. Dirigió al cielo llamas gigantes. lanzó a los cielos nubes de rojizas piedras, se desbordpo de su cráter la ardiente lava y la tierra se sacudía. El pánico reinó entre los habitantes de sus laderas.

Ante el peligro, el Cacique de Cot convocó a sus consejros, sacerdotes y sabios, para encontrar remedio a la catástrofe que se cernía sobre su pueblo. Reunido el Consejo, resolvió que para calmar el monstruo rugiente, era preciso el sacrificio de una joven virgen y bella, que entregada a las entrañas calcinadoras del Volcán detuviera su ímpetu destructor.

¿Cuál doncella escoger? No hubo dudas: Idaí era la virgen más bella, la rosa más fragante de aquel pieblo güetar.

¡Toda la tribu se estremeció! Pero ante el peligro inminente, ante la destrucción de todos, era preciso tomar una decisión por más dolorosa que fuera.

Pacis y Ayas, rugiendo de dolor ante el veredicto del Consejo, aprestaron su valor para salvar a la víctima inocente.

Era la clara la noche de junio: tenuemente la luna alumbraba los campos y el silencio nocturno era rasgado solamente por los truenos subterráneos del volcán. Un cortejo alucinante, silencioso y fantasmal, se encaminaba lentamente hacia el cráter. Delante caminaban los sacerdotres hoscos y fanáticos y atrás todo el pueblo, mientras encendidas antorchas hacían más pavorosa la nocturna procesión. En el centro de ella, Idaí, envueltas sus primaverales formas en blanca túnica, pálida y trsite, en altas andas se dirigía impávida al sacrificio.

Los sacerdotes iniciaron un lúgubre cántico a sus dioses sanguinarios y el pueblo los siguió; en el silencio roto, el canto espantoso hizo correr escalofríos por las desnudas espaldas.

Faltaba poco para llegar a la cumbre cuando, de ambos lados del camino, surguieron las arrogantes figuras de los gemelos, quienes, odiándose entre sí, venían a rescatar a la dueña de sus ensueños, de aquel trágico y fatídico destino.

Atacaron furiosamente a la comitiva; la reyerta fue corta, sanguinaria y cruel… Sus cadáveres quedaron a la vera de la senda. Prosiguió la tétrica comitiva, fantásticamente lúgubre, hacia su destino. Los cantos empavorecedores, se hicieron gritos… Y entre el fragor tremendo de aquellos cantos básbaros, Idaí fue lanzada al fondo de aquella boca de fuego.

¡Un ay! lastimero se prendió del aire y llenó de consternación a los indígenas. Surgió desde las profundidades del cráter una nubecilla rosa y un perfume de violetas tenuemente palpitó en la brisa.

Las antorchas mortecinas alumbraron el camino del retorno ym silenciosamente, la muchedumbre apesarada por el crimen cometido, regresó. Al amanecer, una aurora espléndida cubrió de amaranto el macizo del Irazú y una suave brisa sutilmente perfumó la tierra.

Talhía, llena de dolor, vino a llorar sobre los cuerpos de sus hijos inmolados. Lloró…. lloró tanto, que de sus pupilas brotó incontenible manantial de lágirmas. Todo el día lloró… y el nuevo amanecer vio que las lágrimas vertidas habían formado dos riachuelos y que en los lugares donde sus hijos habían caído, brotaban extrañas palmeras.

Al volver a su hogar encontró sorprendida, que los dos manantiales se unían más abajo formando un río, parlero y claro que hoy se llama Pacayas y que tiene en sus orillas aquellas palmas recién brotadas…

Las lágrimas santas de una buena madre habían unido en el valle fresco y cantarino un solo caudal, imagen de la unión perpetua de sus hijos allá en la Eternidad. Esto es lo que Perdo Varela, alma sencilla, romántico y soñador, hizo nacer una noche de luna, recostado a una bastión del puente de los ríos Gemelos, mientras la neblina descendía del Coloso.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

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