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El jícaro del Cayure

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En el Valle del Cayure, del legendario y progresista cantón de Santa Cruz de Guanacaste, aún se conserva, referida de padres a hijos, una extraña y obsesionante leyenda chorotega.

Se refiere a que en aquel Valle del Cayure fue plantado hace siglos, desde la época de la colonia, cuando el Cacique Nicoyán se batía con denuedo contra los conquistadores españoles, estimulado por su salvaje amor a la princesa Nandayure, hija del Cacique del Vetka, un árbol que al principio se llamó Caro, pero que luego se convirtió Jícaro, arbusto de unos seis metros de altura cuyo nombre científico es “crecentia cujete”, que produce unas frutas muy lustrosas color verde jadem esféricas u ovales de cuyo pericarpio los criollos guanacastecos fabrican los huacales o jícaras, típicas vasijas muy apreciadas por éstos para servir el tiste o el chicheme.

No hay transeúnte que haya cruzada por primera vez el Valle del Cayure, que no se sienta fuerte y misteriosamente atraído por la turgencia de aquellas calabacitas color jade que se cuelgan de las ramas de los jícaros, como una tentación para el viandante.

Pero ¡oh fatalidad! Tan pronto como el incauto viajero toma algunas de aquellas frutas embrujadas, la senda se pierde en la maleza, las jícaras se tornan cada vez más pesadas y el caminante se extravía y se desorienta hasta perderse en los zarzales y pasturas. Cuando, cansado de ambular de un lado a otro, el novato viajero siente que ya no puede con la pesada carga de aquellas jícaras embrujadas, las arroja lejos de sí. Al rodar por el suelo y romperse en pedazos las frutas hechizadas que el caminante desesperado ya no aguantó más, desaparece el embrujo, las cabalgaduras encuentran el camino que habían errado y el viajero extraviado reanuda la ruta que lo llevará a su punto de destino.

¿Qué motivó tan raro prodigio? se preguntará el lector. ¡Misterio! Sólo se sabe que una noche ya perdida en la sucesión centenario de los tiempos, la enamorada Nandayure sorprendió a su amado Nicoyán rodeado de doce esclavas mestizas, hijas de nativas españoles, oriundas del Valle del Guarca, las cuales se disputaban las preferencias de su señor el Cacique. Encendida en terribles celos Nandayure, auxiliada por Nimboyore, mutiló con un escalpelo los senos de aquellas huríes que retenían preso entre las redes de sus encantos femeninos, al gallardo Cacique Nicoyán. Ejecutada su terrible venganza, Nandayure recogió aquellos despojos, se fue al Valle del Cayure y allí al pie del jícaro legendario cavó con sus propios manos una fosa y sepultó en ellas sus macabros despojos. Desde entonces aquel árbol, que había sido estéril pues no daba ni frutas, ni flores, se tornó fértil y cosechero y sus frutas tienen la forma y la turgencia del busto femenino. Pero, como un tabú, sus jícaras color jade no se dejan llevar a parte alguna por el viajero que, atraído por un extraño magnetismo, las despega de su tallo.

Por eso, todo aquel que viaja por el Valle del Cayure la primera vez, siempre escucha de algún amigo esta advertencia: “¡ Cuidado con el jícaro! Ese palo, compañero, está embrujado. Sembrado aparece de vez en cuando en cualquier sitio al paso de los extraños que viajan a caballo. No hay que tocarlo, está maldito, y hasta que se botan al suelo y se revientan las jícaritas que se han cogido de sus ramas, no se sale del embrujo, y cualquier persona se pierde y se le extravía el camino”.

Muchas veces, al bochorno del mediodía, cuando el sol cae perpendicularmente y se miran crepitar en los pajonales y planuras; otras, al filo de la medianoche, cuando el Cuyero rompe la majestad del silencia con su fatídico y agorero sonsonete, los viajeros se han perdido mientras acarician entre sus manos las tersas jicaritas del Cayure.

Referencia

Zeledón Cartín, E. (2018). Leyendas costarricenses. Universidad Nacional.

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