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Bizcocho y su violín

Lo conocimos ya en sus últimos años, anciano, pobre y medio cojo, pero no era una carga para la sociedad. Pese a sus ochenta años y sus acaches. “Ochenta y pico…” decía él, eso sí, no decía a cuanto ascendía el pico. “Y el pico”, le preguntaban para molestarlo. Eludía la pregunta con sorna “no me di cuenta el día exacto en que nací… ni había almanaque a la mano”

Una vez después de verlo seguir la procesión de Dulce Nombre, tocando su violín, tan viejo como él, entramos en conversación. “Usted no nos había contado que era músico”, y él dijo “Pues…” y rasgo las cuerdas del violín nada más. “¿Pero solo toca cuando sale la procesión de dulce nombre?”, “Verá, fue una promesa y la debe cumplir año tras año, hasta que cierre los ojos definitivamente. ¿Así agradezco el milagro de poder contar la historia después de estar en el cementerio”, “¿Qué?, ¿Usted estuvo muerto alguna vez?”, dijo que sí, “Fue por la peste del cólera de Morbus, si no estuve muerto me creyeron alma del otro mundo y me tiraron al cementerio con otros muertos”.

Entonces le dijimos que nos contara el caso pues nos resultaba interesante, “Me tocó asistir a la guerra nacional de 1855 y 57. Me llevaron muy nuevito porque había que defender a la patria. Cada familia debía dar por lo menos un hijo barón y como mi familia era pobre no podría ofrecer otra cosa que mis servicios. Me enlistaron de los primeros. La experiencia fue magnífica. Pude hacer las grandes caminatas que se hacían de nuestro lado de la frontera. Soporté hambre, dormí mal y finalmente me batí como un valiente.”, “Conque usted fue un soldado”, le dijimos. “Bueno, es que frente a las balas se vuelve uno valiente. El propio miedo de que una bala haga blanco en nuestro cuerpo nos obliga a tirar y a pegar en el blanco. Yankee que yo viera era hombre muerto”.

“¿Estuvo usted en la batalla de Santa Rosa?”, entonces él dijo, “Para qué le voy a mentir, me tocó quedarme en Liberia y allí nos llega la noticia del triunfo de los nuestros. Bailamos de contentos y le perdimos el miedo a los Yankees”. “¿Fue real su experiencia?”, le pregunté, “Exactamente, Allí nos vimos a palitos como quien dice a un paso del sepulcro. Los machos tiraban con certeza y tenían mucha malicia, donde ponían el ojo ponían la bala, pero a nadie se muere de la víspera”. “Entonces salió usted bien librado de esa prueba del fuego”, y él dijo “Como la peste del cólera creció el comando superior ordenó el regreso a Costa Rica. Y víctima del mal con retorcinos y calambres, sin miedo en la bolsa como la mayoría, tratamos de llegar a nuestra casa para tener el consuelo de morir con los de uno”

“¿Cómo sucedió lo de la resurrección?”, le pregunté, “Tenga paciencia, ya vamos llegando. A poco de estar en casa, cada vez más manito me dieron por muerto. Estar en estado de fallecimiento por efectos del viaje y de la enfermedad, tanto como del hambre, yo traté de hablar para demostrar que no estaba muerto, pero no pude. El pánico del contagio disponía el envío rápido al cementerio. Era tan grande el número de los muertos que los envían en carretas, unos sobre otros para lanzarlos en una zanja común. Cuando había bastantes se cubrían con la tierra. La tarde que me llevaron ya oscureció, llovió y entonces los enterradores dispusieron aplazar la remoción de la tierra. El frío de la noche, la lluvia… no sé qué… permitió que yo abriera los ojos e intentara salir de aquel hueco. Me fue bastante difícil, porque me faltaban las fuerzas para el fin. Ayudado por dios y movido por el mismo miedo de esta allí con los muertos, pude irme fuera y caminar hacia mi casa. El camino se me hizo largo, iba muy paso a paso, por fin me vi frente a la puerta de mi casa, todos dormían, toqué y nadie respondió, insistí con más fuerza, la que podía sacar de mis flaquezas. Al cabo, vi que hicieron luz y una voz preguntó, quién toca a esta hora, soy yo dije, sin dar el nombre, para no asustar a mi familia, al rato se abrió la puerta y respiré, mi hermana por su parte dejó caer la linterna y se apagó la vela, cayó al suelo desmayada. Yo me descompuse también y no supe nada más, cuando abrí los ojos al día siguiente estaba en mi cama rodeado por los familiares, entonces pude asegurarles que no estaba muerto. Para agradecer a Dios el milagro de haber podido regresar a la casa y haberme salvado, lo que no lograron muchos otros, ofrecí la promesa de unirme a la procesión de Dulce Nombre con mi violín. Una promesa jurada que hicieron las almas piadosas para dar gracias a Dios de que la peste había desaparecido”

“Volvería usted a participar en una guerra” le preguntamos, “Ya me ve usted… viejo, enfermo y baldado que si la patria necesitara que sus hijos fueran a pelear por su libertad o su independencia, no pensaría ni en las balas ni en el cólera, iria a matar a machos”

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