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Una yegua blanca en el cementerio

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Eran como las cinco de la tarde, cuando me dirigía a casa de mi novia. A medio kilómetro de San Mateo se encontraba el cementerio. A esa hora estaban enterrando a Ángel Venegas.

Yo caminaba presuroso por entre los barriales para que no me sorprendiera la noche. Apenas tuve la oportunidad de mirar el tumulto de gente a la entrada del cementerio y recé un padrenuestro por
el finado, a quien bien conocía y le había negado días atrás la invitación a un trago.

Llegué a casa de Marta Iris, mi novia, quien ya me estaba esperando en el corredor de la casa. Aprovechaba que los suegros no estaban para quedarme unas cuantas horas más conversando con ella. Entre una y otra conversación el reloj marcó las once y media de la noche. Me sorprendí, ya que era tan tarde y de repente todo se quedó en calma y misteriosamente comenzaron a caer cientos de granos de maíz desde el techo de teja. Parecía que estaba lloviendo maíz. Los granos caían por entre las tejas, me asusté y fue entonces cuando decidí regresar a la casa, ya era muy tarde.

Las callejuelas eran muy oscuras y apenas podía ver el camino, iluminado por la luz tenue de la luna. Muy cerca del camino, aullaban varios coyotes y las canillas, temblorosas, no me permitían avanzar con mayor rapidez.

Cuando ya me iba acercando al cementerio, se lograba divisar la luz tenue de la única bombilla que estaba instalada a la entrada del camposanto. En eso, se me metió la idea, ya que, como ese día habían enterrado a Ángel, corría el peligro que me asustara, dado que le había negado los tragos.

El presentimiento desbordó mi mente y cuando faltaban como quince metros para llegar al portón del cementerio, me sentí muy asustado. En eso miré al horizonte y apenas logré ver un brazo moviéndose de un lado para el otro.

Pensé inmediatamente: “Dios mío, es el brazo de Ángel llamándome, insistentemente, desde el portón del cementerio”.

Yo sentí que me iba a desmayar. Todo el cuerpo se me aflojó del susto que tenía. Un muerto me estaba llamando desde el portón del cementerio. No me podía devolver hacia la casa de Marta Iris. La
única opción que tenía era tomar otro camino y devolverme hacia Esparza; sin embargo, requería recorrer una distancia de más o menos 21 kilómetros entre calles embarrialadas.

El brazo se movía, vigorosamente, de un lado para el otro.

Estaba muy perturbado. Al ver esa escena aterradora entre la penumbra de la noche me preguntaba: ¿será que habrán enterrado a Ángel vivo y logró salir de la bóveda y ahora me estaba pidiendo ayuda?

La bombilla alumbraba muy tenuemente, apenas lograba identicar esa sombra del brazo que se movía insistentemente. Así que tenía que tomar
una decisión. No podía quedarme ahí, paralizado. Luego de unos cuantos minutos, tomé valor y decidí enfrentarme al ánima de Ángel. Me agaché,
tomé una enorme piedra y aunque me temblaran las canillas, seguí por el camino decidido a mandarle una pedrada si el espanto intentaba acercarse a mí.

En eso pensé que los muertos no pueden comportarse como seres vivos, por lo que no podía ni tan siquiera tocarme.

Me encomendé a Tatica Dios para que todo saliera bien. Me persigné y a gatas me acerqué poco a poco a la entrada del cementerio. Al mirar que el brazo se movía, mandé la primera pedrada. Pero, ¿qué pasa?, me pregunté asombrado.

En el momento de lanzar la primera piedra, un gran caballo blanco se paró en el sitio de inmediatamente. Era el caballo de Jaime Álvarez, que acostumbraba a dormir en la entrada del cementerio. Y como era tan grande y el galerón estrecho, quedaba parte de su trasero y cola casi en el portón. Al mover la enorme cola, de lejos parecía el brazo de una persona que se agitaba de un lado a otro, como llamando.

Informante:
Jorge Villalobos “Coqie” (2011).

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